El ómnibus disminuyó casi a cero la velocidad para desviarnos de la ruta y tomar un largo acceso. Cuando llegamos a la entrada del pueblo, el acceso se convirtió en una calle de mano y contramano, separadas por una rambla.
El pueblo se limitaba a un almacén y algunas casas esparcidas a ambos lados de la calle entre terrenos baldíos. Eso era todo. Luego el atardecer que se perdía de vista detrás de un lejano monte en la inmensidad de la llanura pampeana.
Detrás del cortinado de una ventana se adivinaban sombras que nos espiaban, supongo que aguardando la llegada del micro para ir a recibir a sus familiares.
De la velocidad de la ruta pasamos a la tranquilidad absoluta, acompañada por el balanceo de la suspensión del ómnibus al cruzar los badenes y algún que otro pozo.
El único ser vivo que estaba en la calle era un perro que desde la vereda de enfrente nos miraba de reojo. Estaba echado con la cabeza sobre sus patas, delante de lo que parecía ser un club o la delegación municipal. Mientras tanto me preguntaba hacia adonde se dirigía el micro y adonde daríamos la vuelta para salir del pueblo ya que a simple vista no se veían salidas alternativas.
A las pocas cuadras obtuve la respuesta, llegamos a una especie de plaza, con la única función urbanística de oficiar de rotonda «pa’ pegar la vuelta» Así fue que el micro emprendió la ardua tarea de rodear la plaza, tratando de no subirse a las veredas y rozando alguna de las ramas de los árboles. Finalmente regresamos por el mismo acceso por donde habíamos entrado y adivinen adonde era nuestra parada….
Exactamente frente a lo que yo consideraba la delegación, (y algo de eso era porque allí funcionaba una salita de primeros auxilios) Estacionamos justo al lado del perro que se levantó con un dejo de fastidio por haber interrumpido su siesta pueblerina, y mientras se desperezaba se corrió un par de metros, no más, como para darle lugar a la gente bulliciosa que descendía con bolsos, canastas y mochilas. Con la gentileza que caracteriza a la gente del interior, se despedían con apretones de manos y bendiciones a los que seguíamos viaje.
Ahora se veían llegar personas que saludaban con excesiva efusividad a los viajeros como si hubieran vuelto de la guerra. Por unos instantes los besos y los abrazos interrumpieron la quietud de la tarde.
Se escucharon ruidos de camionetas y vehículos que no había visto porque estacionaron detrás del micro. De a poco volvió la calma, el aire frío se hizo sentir dentro del ómnibus y los choferes cerraron la puerta neumática en cámara lenta.
Contagiados por la serenidad del pueblo, el micro arrancó parsimoniosamente hacia la ruta, haciendo el recorrido inverso de la entrada. El perro se metió a la delegación o sala de primeros auxilios por los fondos del terreno. Por lo visto ya había cumplido su misión de recibir a los viajeros.
Salimos nuevamente a la ruta, ya el sol no se veía en el horizonte, atrás quedó el pueblo y esa sensación de paz, como de placentera modorra. Recliné el asiento mientras pensaba si vivir en un lugar tan chico y donde todo el mundo se conoce sería lindo o una muerte de aburrimiento y monotonía. Pueblo chico, infierno grande.
Soy nacido y crecido en Buenos Aires, y perdí el entrenamiento y la paciencia a la locura del tránsito, el ritmo de vida atareado y vertiginoso, muy lindo para pasar un par de días y volverse pero no volvería a vivir en ese manicomio. Ahora el pensamiento me devuelve al pueblito y su acceso de ida y vuelta, tan sencillo que lo empezaba a extrañar, poseía un encanto que no podía desentrañar, como un secreto bien guardado y que hay que descubrir.
Tenía tiempo para pensarlo, todavía quedaban dos horas de viaje para volver a casa.