Orígenes.

Este nueve de julio se cumplieron los doscientos años de la independencia  de la República Argentina. Entre las celebraciones, se realizó una muy importante frente al Teatro Colón de la Ciudad de Buenos Aires.

Se representaban con música y hechos alusivos, distintos pasajes de la historia de esos doscientos años, pero uno en particular me conmovió. Se veía en una proyección gigante sobre el escenario, la llegada de un barco con inmigrantes. Y como en mi caso, gran parte de la población argentina somos hijos o nietos de inmigrantes.

Un viejo chiste cuenta que los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos descendemos de los barcos.

Por supuesto en la escena se representaba a distintos grupos de personas, caracterizados con atuendos tìpicos de España, Italia, Rusia, Polonia etc.

Asì tantos argentinos somos una especie de mosaico de apellidos. En mi caso: abuelos paternos españoles, un abuelo materno italiano, y más atrás vascos mezclados con criollos y hasta un antepasado irlandés del que nunca supimos bien como se escribía el apellido.

Todos llegaban con una valija cargada de sueños y dos manos como poderosas herramientas. En un país donde estaba todo por hacer, con esfuezo sembraron el camino, Trabajaron duro ya no para cumplir sus sueños, sino para dejar a sus hijos una casa, un título universitario, una profesión. Casi sin pensarlo nos dejaron una nación.

Nos dejaron su legado de tradiciones, sus comidas sus danzas y sus canciones. Pero muchos, como mis abuelos no pudieron volver jamás a su tierra, la muerte los sorprendió lejos de sus orígenes.

Muchos años después también vinieron inmigrantes de países vecinos. Pero luchas internas, gobiernos dictatoriales y gravísimas crisis económicas terminaron devolviendo a muchos de esos nietos a la tierra de sus mayores.

A lo mejor de ahí viene nuestro carácter ciclotímico, a veces nostálgico como el tango, o alegres como una polca..

Vaya mi humilde y poco inspirado homenaje a todos ellos. A los «gallegos»,»vascos» «tanos», «rusos», «polacos» y «turcos» a todos ellos, por estos doscientos años le digo:

¡GRACIAS!

 

 

 

 

 

 

 

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frío

Como corresponde, cada invierno con su frío nos suma una año de vida.

El frío, como un viejo zorro se oculta en la estación del invierno, y de a poco va mostrando sus garras.

En el principio, casi sin darle importancia, nos vamos abrigando con ropa más gruesa, desempolvando pulloveres archivados del invierno anterior. Pero el frío sigue su cometido sin pausa, y como una enredadera invisible comienza a trepar por los pies. Con cambios sucesivos de medias y de calzado tratamos de librar esa batalla mínima.

El frío día a día se empeña en su obstinada tarea. Cuando la enredadera de hielo alcanza a entumecer los dedos de las manos, en ese instante te da el golpe de gracia.  Rodeas con ambas manos una taza de café caliente, pero ese efímero bienestar se va junto con el aroma del café.

Entonces llega un momento no determinado en que el frío, unas vez franqueadas las defensas del cuerpo, sin pedir permiso nos invade el alma. Como un microorganismo se va metiendo en cada célula, en cada átomo y comienza a dominar nuestra voluntad. El desánimo y el malhumor nos gobiernan. Como único refugio nos queda meternos temprano a la cama, lo peor es levantarse al otro día.

Ya nada es suficiente, ni las medias gruesas, ni las infusiones humeantes. El frío definitivamente toma el control de nuestros actos. Con los pies y las manos heladas se hace difícil trabajar, salir, pensar, sobretodo pensar en otra cosa que no sea el frío.

Algunos días de sol nos sirven de refugio pasajero. Luego sólo nos queda ver caer las hojas del almanaque hasta que la primavera nos devuelva a nuestro estado natural.

El frío se mudará hacia otras latitudes turbando la vida de las personas, pero el año de vida que se sumó permanecerá con nosotros….